El 24 de octubre de 1975, el 90 % de las mujeres islandesas se negaron a trabajar, cocinar y cuidar a los niños. El efecto fue increíble, como nos recuerda Annadis Rudolfsdottir.
El 24 de octubre de 1975, el 90 % de las mujeres islandesas se negó a trabajar, cocinar y cuidar a los niños. El efecto fue increíble, como nos recuerda Annadis Rudolfsdottir. Gudrun Jonsdottir todavía recuerda lo que llevaba puesto el 24 de octubre de 1975. Contaba 21 años de edad, era recién casada y tenía un niño pequeño; ese día no pensaba cocinar, limpiar ni ir a trabajar. Tampoco mi madre, ni las madres de mis amigas, las empleadas de los supermercados, las maestras… en suma, alrededor del 90 % de las mujeres de Islandia.
Una vecina, madre de tres niños revoltosos, se fue de casa a las ocho de la mañana y no volvió hasta el anochecer, dejando a la familia que se las compusiera por sí misma. Curiosamente, pese a que la sociedad islandesa quedó casi paralizada ese bonito día, sus mujeres nunca se habían sentido tan vivas y resueltas. Cuando Naciones Unidas proclamó 1975 Año de las Mujeres, se formó un comité con representantes de cinco de las principales organizaciones de mujeres de Islandia con vistas a organizar actos conmemorativos.
Un movimiento de mujeres radical, llamado Medias Rojas, fue el primero en formular la pregunta: “¿Por qué no vamos todas a la huelga?” Eso sería, según ellas, un fuerte toque de atención a la sociedad sobre el papel que desempeñan las mujeres en su funcionamiento, sobre sus bajos salarios y el escaso valor que se otorga a su trabajo dentro y fuera del hogar. La idea se propagó y finalmente el comité la aprobó, aunque solo después de que la palabra “huelga” fuera sustituida por “un día libre”. Pensaban que esto permitiría que la idea calara más fácilmente entre las masas y pondría en un aprieto a las empresas, que podían despedir a las mujeres que hicieran huelga, pero tendrían problemas si les denegaban “un día libre”.
En los días anteriores al 24 de octubre se formaban corros de mujeres en todas partes, tomando café y fumando sin parar, pero hablando mucho de forma agitada. Mi abuela, que realizaba un trabajo increíblemente duro en una factoría de pescado, no pensaba tomarse el día libre, pero las cuestiones planteadas por los movimientos de mujeres le fueron rondando la cabeza. ¿Por qué los hombres jóvenes se embolsaban salarios más altos que ella si su tarea no era físicamente menos extenuante.
Mi madre, que tenía entonces 28 años y trabajaba en una granja lechera, tuvo que hacer uso de todo su arte negociador para convencer a su jefa, una mujer muy trabajadora que superaba la cincuentena, de que ese día debían dejar de trabajar.
Cuando mi madre fue a la casa de su jefa para proponerle acudir a una concentración convocada en el centro de Reykjavik, la encontró expiando su sentimiento de culpa por no trabajar cocinando como loca. En Reykjavik se concentraron unas 25 000 mujeres para escuchar discursos, cantar y debatir: un número espectacular, teniendo en cuenta que la población islandesa sumaba entonces poco menos de 220 000 habitantes. Las mujeres procedían de todos los ámbitos: jóvenes y viejas, abuelas y escolares; algunas llevaban su uniforme de trabajo, otras se habían arreglado.
“Fue realmente la base popular”, recuerda Elin Olafsdottir, quien contaba entonces 45 años de edad y más tarde representó a la Alianza de Mujeres en el ayuntamiento de Reykjavik. “Fue, y lo digo en serio, una revolución tranquila.” Este sentido de unidad, de calma y firmeza tranquila es lo que recuerdan la mayoría de mujeres de aquella jornada. Gerdur Steinthorsdottir, que era estudiante de 31 años en la Universidad de Islandia y ahora es maestra, ayudó a organizar la concentración. Afirma que la participación fue tan amplia porque las mujeres de todos los partidos políticos y de los sindicatos se sintieron capaces de cooperar entre ellas y hacer que sucediera.
La atmósfera en la concentración fue increíble. Sigrun Bjornsdottir era una estudiante de 19 años y acababa de descubrir que estaba embarazada. Fue un tiempo difícil, recuerda, pero participar en la concentración le hizo sentir que estaba conectada con una fuerza mayor, que estaba empoderada. Mientras, Gudrun Jonsdottir, de 21 años, se encontraba en medio de la muchedumbre, llorando en silencio.
No podía creer que una vieja amiga de la familia, Adalheidur Bjarnfredsdottir, fuera una de las principales oradoras del encuentro. Representaba a Sokn, el sindicato de las mujeres peor pagadas de Islandia. La lectura de su primer discurso público provoca ahora escalofríos.
“Los hombres gobiernan el mundo desde tiempos inmemoriales y ¿qué ha sido de este mundo?”, preguntó con su voz profunda y áspera. Respondiéndose a sí misma, describió un mundo ensangrentado, una tierra contaminada y explotada casi hasta la ruina. Una descripción que hoy parece más cierta que nunca. Los hombres islandeses casi no daban abasto. La mayoría de empresas no montaron ningún escándalo por el absentismo de las mujeres, sino que trataron de prepararse para la llegada de niños sobreexcitados que tendrían que acompañar a sus padres al trabajo.
Algunos de estos salieron a comprar dulces y reunieron lápices y papel en un intento de mantener a la prole ocupada. Las salchichas, la comida preparada favorita de la época, se agotaron en los supermercados y muchos maridos acabaron sobornando a los niños mayores para que cuidaran de sus hermanos pequeños. Las escuelas, tiendas, guarderías, factorías de pescado y otros establecimientos tuvieron que cerrar o funcionar a medio gas.
Las mujeres responsables de componer el Morgunbladid, uno de los periódicos más leídos de Islandia, volvieron al trabajo a medianoche, como Cenicienta. Al día siguiente, el diario tenía la mitad de páginas y los artículos solo hablaban de la huelga. Las cajeras de los bancos que vieron cómo sus puestos estaban ocupados por sus superiores hombres, se dieron el gustazo de acudir al banco y hacerles trabajar. Para muchos padres, que al final del día estaban exhaustos, aquello fue un momento de la verdad. No es extraño que ese día fuera bautizado más tarde por ellos con el nombre de “el largo viernes”.
¿Qué ganaron las mujeres islandesas con todo esto? Para muchas, fue un aldabonazo que les abrió los ojos. Yo, como muchas mujeres de mi generación, ese día me volví feminista, a mi tierna edad de 11 años, y eso a pesar de que tuve que quedarme en casa sola con mi hermana de 9 años, enfadada por no poder asistir a la concentración. Fue un acicate para la acción y muchas sienten que la solidaridad que mostraron ese día las mujeres abrió el camino para la elección, cinco años más tarde, de Vigdis Finnbogadottir, la primera mujer del mundo elegida democráticamente presidenta. Finnbogadottir también lo cree firmemente. “Después del 24 de octubre, las mujeres pensaron que era hora de que una mujer fuera presidenta”, dice. “El dedo me apuntó a mí y yo acepté el reto.”
Sin embargo, 30 años después también hay una sensación de decepción. Bjornsdottir, la estudiante embarazada que ahora se encarga de las relaciones públicas del departamento de educación del ayuntamiento de Reykjavik, está triste porque su hija ya no se ha beneficiado de lo que ocurrió.
Una estadística muy comentada estos días muestra que las mujeres islandesas cobran en promedio tan solo un 64,15 % de lo que suelen percibir los hombres. Así que hay un llamamiento para que el próximo lunes, cuando se celebra el 30º aniversario de aquella huelga, las mujeres abandonen su puesto de trabajo a las 14 horas y 8 minutos, pues a esa hora ya se habrían ganado su salario si ganaran lo mismo que los hombres.
Tienen planeado saquear previamente su cocina y llevarse cazos y sartenes al trabajo para organizar caceroladas y armar mucho ruido. Está por ver si las autoridades les escucharán.